Soñé que Morelia estaba inundada y yo tenía una hija desobediente. Ella hacía lo que quería. La seguía al río y quería bajar. Todo mundo en las orillas del río de Morelia estaba sacando sus cosas mojadas a secar. El río era enorme, transparente, tenía en medio algas que flotaban, era muy bello. Bajamos por una resbaladilla de cemento al río. Bueno, yo no quise bajar por ahí porque eso era para niños. Mi hija me había puesto unas botas amarillas nuevas, hermosas, resistentes. Ella se iba corriendo.
Yo veía muchos caballos, blancos y cafés, debajo de las aguas del río. Eran felices ahí, corrían y convivían. Caballos en Morelia, pensaba yo. Luego uno me perseguía, juguetón y yo me mojaba porque había partes donde llovía y porque terminaba metiéndome al agua. Me preocupaban mis botas, pero al final lo disfrutaba.
Seguí mi camino buscando a mi hija. Los caminos estaban inundados, trataba de saltar los charcos, llegaba a un como parque, había muchos mosquitos. Estaba C., mamá de M. y me saludaba. El papá de K. mandaba un chiste muy bueno al Whatsapp.
Yo llegaba a casa. En esos días vivíamos en una casa que mi amiga L. nos había prestado. Tenía una terraza hermosa llena de flores rosas. Como mis hijos no estaban, yo salía a la terraza. Veía las flores, marchitas, y pensaba que el día que había llegado las flores estaban esplendorosas y agradecí mucho haberlas podido ver así. Ahora las fuertes lluvias habían acabado con sus pétalos.
Pasee por la terraza disfrutando. Había un curioso aparato en la esquina, unos fierritos que embonan entre sí, parecidos a las ramitas que Newt Scamander tiene siempre. Yo movía los fierritos y empezaba la bomba de agua. El problema era que ya no sabía cómo pararla. Salía la vecina y yo me angustiaba. Nos saludábamos, ella seguía su camino. Yo me decía a mí misma que la bomba se detendría sola. Mi amiga me había explicado cómo prenderla y apagarla y, para variar, yo no le había prestado atención. La bomba se detuvo finalmente.
Desperté.
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