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Ahora que mi hija tiene 13 años y han pasado tantos desde que el evento sucedió en el Museo de Antropología de la Ciudad de México (1985), la invité al cine a ver la película de Alonso Ruizpalacios. Había visto los cortos y me llamaba la atención que participara Gael García Bernal, así como la recreación que podrían haber hecho de la vida en la capital del país en la década de los ochenta.
Cualquier idea que tuviera antes de que empezara la proyección se quedó corta. De entrada la completa sonorización de la obra es una propuesta bella y conmovedora. Está basada en la música de Silvestre Revueltas, sobre todo en La noche de los mayas, una obra apenas considerada por las generaciones más jóvenes y menos enteradas de los talentos de la familia Revueltas. Las tomas de la arquitectura museística conjugadas con la orquestación de la obra de Revueltas hacen entender la gloria que representaba para la sociedad mexicana su riqueza arqueológica en el siglo pasado. Un museo que no tuviera igual, una fuente inconmensurable en su centro, la estatua del Tlaloc vigilando la entrada... Los jóvenes adolescentes en sus uniformes...
No se trataba de entender el robo como el cine generalmente propone que se entienda. Este era un robo perfecto para ser filmado porque sus motivos hasta la fecha siguen ocultos. Los protagonistas han muerto y lo absurdo de su hurto (por su dimensión y por dejar las fechas guardadas en un clóset de una casa de Satélite durante cuatro años) le dejaba a los guionistas (Alcalá y Ruizpalacios) espacio suficiente para tratar los temas que eran su real preocupación.
Celebro por ello que lo mexicano se aborde sin necesidad de explicación. A diferencia de película como Sexo, pudor y lágrimas (1999) donde se retrata una Ciudad de México perfecta para los turistas, donde alguien puede chocar contra un camión y naranjas y ver como estas se desparraman por el piso en un tapete colorido y alegre, las metáforas de Museo están dirigidas a quien quiera y pueda entenderlas. En un nivel universal, los jóvenes y aburridos protagonistas dan vueltas y vueltas a las glorietas de Satélite en su coche solo porque no tienen algo más que hacer.
En otro nivel, quizá sólo accesible a los mexicanos, esas vueltas, esas casas, esos coches encarnan la soledad de la vida en Satélite (satelital al fin y al cabo) de las tardes de domingo donde no había nada más que hacer y hasta se extrañaba la multitud y energía que un lugar como el Centro o Coyoacán en el viejo Distrito Federal podían emanar permanentemente.
Los protagonistas se detienen justamente frente a un árbol que sonríe de forma absurda a su aburrimiento, a su falta de sentido vital.
El robo desconcertó a la policía mexicana. Parecía hecho por profesionales y fueron dos jóvenes estudiantes de veterinaria quienes se las ingeniaron para disolver el silicón que sostenía las vitrinas. Esto me lleva a pensar en que quizá para la imaginación policial mexicana tal suceso jamás ocurriría. A diferencia de lo que vemos en los cientos de escenas de detectives y policías gringos que nos retacamos a miles cada noche frente al televisor o en el cine, los policías mexicanos vieron el silicón disuelto con acetona y supusieron que solamente un profesional extranjero podría haber ideado un robo tan perfecto.
Ahí entendí la claridad con la que Ruizpalacios (director) había ideado su tema. Un robo que sucede entre mexicanos. Solamente un mexicano puede robar a otro mexicano de este modo. Que es completamente anti profesional. Y tan es así que los ladrones no pudieron deshacerse de las piezas.
Por si fuera poco, se trata de un robo de nuestro pasado. Pero es que a los mexicanos el pasado nos asalta a cada vuelta de la esquina. En el rancho de mi abuela, se araba la tierra y saltaban las piezas arqueológicas. Se rumora que la bodega del Museo de Antropología guarda cientos de piezas que no tienen lugar para guardarse. ¿Qué hacemos los mexicanos con esta carga que no podemos digerir? ¿Que no entendemos porque tiene la majestuosidad de un sitio arqueológico como Palenque?
Agradezco al director sus tomas de las pirámides, su recorrido-recuerdo de cómo era posible en aquella época entrar a la tumba de Pakal y sentir la humedad en las manos, de por qué es necesario que el protagonista realice una ofrenda invisible, así como los habitantes de Palenque siguen haciendo hasta la fecha.
DH Lawrence decía que los seres humanos teníamos una "conciencia sanguínea" que pasaba de padres a hijos y a través del sexo, pero que se remontaba a los sitios donde podíamos encontrar restos de civilizaciones antiguas. La desintegración de los personajes, como si se tratase de una tragedia griega, se va haciendo evidente conforme la filmación se mueve hacia Palenque y después hacia Acapulco. Más allá que el recorrido real de los ladrones hubiese seguido ese camino, el transcurrir de la historia en un nivel cosmológico y lo más importante, mexicano, tiene un descenso natural hacia los infiernos.
Nos encontramos ante un Acapulco decadente, como ya lo anunciaba el nadador del cuadro de la Quebrada que el protagonista observa en el consultorio de su padre antes de iniciar su aventura. Después de haber perdido toda esperanza de que tenga sentido el robo, su amigo le anuncia que los nadadores de La Quebrada discuten para saber quién es el último que se avienta porque es quien recibe más propina. Sin embargo, ninguno de los dos ladrones recibió nada.
Esa futilidad me parece esencial en todo el film. Los protagonistas sufren de una angustia propia de la juventud de los suburbios. Estos suburbios mexicanos, son presididos por unas enormes torres de colores que sirven de mingitorio a los dos ladrones. Es la gran hazaña, la única que son capaces de lograr una vez cometido el hurto. Se comieron la manzana prohibida (robar el Museo), pero no adquirieron las riquezas o poderes de Jason al robar el vellocino de oro. Su mayor triunfo es mearse ante unas columnas de cemento.
La caída entonces del protagonista viene guiada por un Satanás británico que tiene mucho que justificar sobre por qué los museos europeos conservan la Antigüedad mejor que los museos locales. La visita al Diablo no es negociable pero cambia el rumbo de la vida humana. Se pierde al padre y se pierde la amistad.
Gran acierto del editor (o de los guionistas) colocar la escena donde se planea el robo justamente cuando los ladrones separan sus rumbos. Es justamente en esa carretera que lleva a "Las puertas del paraíso", una carretera mexicana ochentera sin señalamientos y oscura, donde los personajes apagan incluso las luces del coche. No se trata solo de un juego adolescente para sentir la adrenalina de manejar sin luces. En realidad los personajes han llegado a la completa oscuridad.
Las piezas entonces han pasado al olvido. Ya no tienen importancia alguna. Su poder ha sido mermado. Incluso vimos antes como unos militares las confunden con "artesanías" en una maravillosa escena de tensión que nos hace sonreír con complicidad con los ladrones.
Separados los caminos, cada ladrón enfrenta su infierno. Para el protagonista, lo hace a través de una mujer. Esto corresponde a la historia real. Efectivamente la princesa Yamal estuvo involucrada, con su pareja, un narcotraficante que finalmente delató a los ladrones, en la posible compra de las piezas.
Afortunadamente, el director nos advirtió nada más comenzar la cinta que se trataba de una "réplica" y como buena réplica, contaba su propia historia. A estas alturas a Ruizpalacios le interesaba más seguir el rastro de la sangre, de acuerdo a Lawrence. El protagonista se emborracha, se involucra en una pelea (filmada como película de los ochenta, irreal pero terrible) y termina acompañado de una Lilith que desaparece quizá bebida por el inmenso mar acapulqueño.
No importa esto, sino que las piezas las toman unos niños para jugar con la arena. El tesoro sirve para hacer castillos de arena. Solo se redimensiona la Historia (con mayúscula) cuando sirve para construir lo nuevo o lo frágil o lo inmediato. Es como el comienzo de la película. Una genialidad ver a los estudiantes de secundaria que estudian la flauta dulce, como todos lo hicimos alguna vez en nuestro país, sin entender muy bien por qué nos hacen tomar esta clase.
Me parece que la película intenta entender un México que se perdió en esa década, que perdió rumbo y no entiende a la fecha donde se encuentra ni hacia dónde va. La distancia generacional entre padres e hijos es infranqueable.
Tenemos estos paisajes increíbles, estos mares insondables, la posibilidad de vivir en cualquier sitio rico como un paraíso y sin embargo, decidimos volver a Satélite, siempre. Volvemos a pedir perdón a mamá y a papá (los verdaderos y los arquetípicos) para vivir de nuevo la telenovela. Regresamos lo robado sin que exista mayor consecuencia pero reconciliados con ser buenos hijos y buenos amigos. Preferimos ver vitrinas vacías donde existían joyas porque cuando vemos el oro, la plata y el jade no sabemos qué hacer con esa riqueza. Y es que para nosotros, la palabra riqueza solo es arena que se escurre entre nuestros dedos y nos quedamos azorados viéndonos a los ojos y petrificados, sin haber entendido qué diablos significaba vivir.
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