Afortunadamente cuando uno se acerca a un autor, sus palabras toman camino dentro de uno y encontré esta cita:
Nuestra sombra es todo aquello en nuestro interior que hemos dejado huérfano, que hemos evadido y que permanece en la oscuridad. Damos la espalda al dolor en algún momento de nuestra vida, sobre todo durante la infancia, sin embargo todo aquello que no hemos procesado persiste relegado y escondido en nuestra sombra. Nuestra sombra es el lugar donde nuestra fuerza vital queda atrapada fuera de nuestro alcance... El trabajo con la sombra va en contra de lo establecido: caminamos hacia el dolor, no alejándonos de él. Accedemos a ese sitio de dolor en nuestro interior y poco a poco lo sacamos al exterior, lo reconocemos e intimamos con él, hasta que ese dolor distante y extraño deja de ser ese temido "él" y se vuelve un "nosotros" recuperado.Nunca hubiera podido describir con mejor precisión el proceso que viví de agosto 2017 a la fecha, hace una o dos semanas. En medio de una terapia de grupo le confesé una noche de agosto del 2017 a mi terapeuta: "Algo se acerca, lo puedo ver con el rabillo del ojo, no sé qué es y me aterra."
La sombra llegó hacia mediados de noviembre y se instaló a mi lado. No me era posible verla, pero sabía que estaba ahí. No me gustaba. Era desagradable, en pocas palabras, era todo aquello que me había jurado jamás ser desde niña. Se me acercaba, pidiendo consuelo, se recargaba en mi hombro y me daban ganas de vomitar.
En diciembre ya tenía una presencia definida en mi vida. Todo estaba fuera de mis manos. No hubo celebraciones. Llegó la muerte de mi madre en enero, en medio de una yo que era toda confusión y angustia. Mi amigo Magdiel me contuvo un poco, pero no hay fecha que no se cumpla. Llegó la Muerte y no me encontró, llegó en uno de esos viajes que yo hacía para entender qué pasaba conmigo y qué era aquello que se asomaba por el rabillo de mi ojo.
Febrero fue un mes oscuro, de las oscuridades que yo no sabía que el alma podía tocar. No quería hacer nada. Una chispa apagada, una fuerza extinguida. Era tal el despair (pues no creo que en español haya palabra parecida) que pasaba las tardes sentada enfrente de una vela encendida, porque no sabía cómo regresar a la luz.
En agosto se abrió el túnel. Era un camino directo al suicidio. Lo vi llegar mientras manejaba. Se abrió ante mí. Era tan fácil y luminoso. Era entender con tranquilidad cómo es que todas esas personas (Robin Williams, por Dios!) tomaban el camino del suicidio. Manejé a casa y llamé a mi padre, le pedí que no dejase de hablar, pasara lo que pasara. Me así a la vida como pude.
No era el final de la sombra, ni mucho menos. Tomé medicinas, tomé terapias, hice acupuntura, me moví hacia donde fuera. La segunda vez que se abrió el túnel (este año porque ya se había abierto antes) lo pude ver. Ver su forma y aguantar su paso. Saber que iba a regresar, que no había manera que desapareciera. Era el centro de la sombra y no había manera de resistirlo.
Claro que regresó, quizá por menos tiempo. Claro que seguí haciendo mil cosas para que desapareciera. Las tardes en que me quedaba sola me aterraban. No había manera de estar a salvo. Incluso al lado de mi mejor amigo, la Sombra llegaría al centro de mi corazón. ¿Cómo explicar la angustia que sentía? ¿Cómo decirle que en una bella y tranquila tarde de otoño bajo el brillante sol y la calma yo estaba segura que el mundo llegaba a su fin? ¿Y que ya no me importaba absolutamente nada de lo que ocurriera? ¿Que morir quizá significara de verdad descansar? ¿Que la Sombra estaba acomodándose en medio de mi pecho para quedarse?
Luego en diciembre 2018 llegó un sueño terrorífico del cual desperté angustiada. Había visto a la Sombra. La Sombra tenía la forma del terror de mi infancia. La Sombra era roja y quería ser escuchada. Quería ser vista. Era molesta, poco educada, apestaba, todo lo hacía mal, reprobaba en la escuela, quería atención, quería gritar, decir groserías, eructar, quería sexo y dinero y aprobación. Me gritaba al oído en la forma que yo por fin le había podido dar. Mi madre me veía de frente. Yo cerraba los ojos y la Sombra se encimaba sobre mí. Quería mi muerte y mi desaparición, me amenazaba.
Pero la pude ver. Ese reflejo que la vida me había puesto desde niña y al que yo había evitado todo lo posible. Había corrido a miles de kilómetros, a miles de otras relaciones para evitarla, pero al fin me había alcanzado. Y era mucho peor de lo que podía yo imaginar. Pero también me explicaba por qué yo me empeñaba en seguir subida a una repisa sin querer saltar hacia la vida.
Ahí está hoy, mi Sombra, la Sombra, terrible monstruo de pesadilla en forma de ese hombre que conozco tan bien y por el que tanto he llorado. Es abominable, despreciable, está loco y angustiado y sólo sabe gritar para ser escuchado. Todo lo arruina en cuanto lo toca. No puede tener una sola relación estable. No puede tener dinero pues de inmediato lo pierde. No sabe lo que es ser amado.
Ahí está mi Sombra, sentada a la mitad de la sala de mi ser, justo en medio de mi pecho. Si la miro un poco de cerca hasta resulta ridícula. Hace unos días le puse una correa y la invité a subirse al coche conmigo. Le puse su cinturón y miró hacia el frente. Al menos está tranquila porque sabe que la he visto.
Ya no la escondo. Duerme a mis pies y a veces quiere más que eso y yo la tengo que ver. No puedo acercarme demasiado, porque es probable que me coma. Pero haberle puesto nombre y color rojo y entenderla en su presencia es un consuelo para mí.
Si se vuelve a abrir el túnel quizá logre presenciar todo el fenómeno sin intentar huir. Ese túnel es la boca de mi Sombra que se abre inmensa para devorar el mundo. Yo solo tengo que mirar. Y si puedo, algún día, no este año ni creo que el siguiente ni el otro, le acariciaré las mejillas, solo para saber si tiene calor su piel.
Mientras tanto que duerma a mi lado, que respire a mi lado... Yo sólo tengo que observarla sin huir.